Dicen que quienes nos dedicamos a la traducción somos gente curiosa por naturaleza, pero si hay algo de lo que no solemos percatarnos es de que, en las películas, en las series y en los libros, todo es mentira. No algunas cosas, no: todo. Te pones Gladiator y son falsas las armas, falsas las personas, falsas las construcciones, falsos los gestos, falsa la ropa y falso el tiempo meteorológico de ese día. Los hechos también: ese no es el bosque en el que ocurrió, esa no es la ciudad que conquistaron, esas dos personas no se conocieron y ese legionario no era rubio. Y lo mismo con cualquier otra historia, oral o escrita: el terremoto no fue así, esos dos no se quisieron y, por amor de Deus, en esas calles que describes como limpias había mugre y cochambre para parar un tren. Y diréis: pues si todo es mentira y la posverdad nos come, ¿qué podemos hacer? Yo os propongo una solución: coleccionad objetos. Los objetos no engañan. Qué demonios, coleccionad monedas y billetes. ¿Cómo? ¿Que la numismática y la notafilia os parecen aficiones casposas con reminiscencias venéreas? Venga, dadme una oportunidad y os convenzo de que no.
Yo os propongo una solución: coleccionad objetos. Los objetos no engañan.
Las monedas no mienten. Quiero decir que, cuando llegan hasta el presente, son como un trilobites bien preservado, como una pintura rupestre impoluta. Si en su época y lugar se usaban esvásticas, mostrarán esvásticas; si se hablaba fenicio, las leyendas estarán en fenicio; si Francia se creía superior y nos quería educar a todos para sacarnos de la barbarie, sus monedas y billetes nos lo dirán. En las monedas no pondrá nunca «157 antes de Cristo» porque no había Cristo todavía y el mundo estaba por hacer. Las monedas viven en ese limbo, en un presente propio y perpetuo en el que nuestro futuro, por muy obvio que nos parezca a posteriori, no era más que una posibilidad amorfa. Una entre muchas.
Para muestra, una moneda. Aquí tenéis un denario romano del 41 a. n. e. con Marco Antonio en el anverso y Octaviano en el reverso:
¿Los veis? Son sus caras de verdad, no son actores. A la izquierda, Marco Antonio se nos muestra tal y como era en carne y hueso: una mala bestia de mentón prominente y cuello de toro. A la derecha, el pintamonas imberbe de Octaviano. En ese momento, cuando no habían pasado ni tres años del asesinato de César, los dos eran aliados y perseguían a Bruto y sus secuaces por toda Grecia. El grabador de esta moneda nos lo deja claro hasta con el tamaño de las cabezas: uno era un hombretón y el otro era un mindundi. Ahora bien, ¿quién le iba a decir a Marco Antonio, el general más famoso de la República, curtido en mil y una batallas, que ese niñato del reverso acabaría con él diez u once años después y se convertiría en Octavio Augusto, el primer emperador de Roma? En el presente inmóvil de esta moneda, ese futuro era humo.
Si alguna vez tenéis una moneda antigua en la mano, lo que más os sorprenderá es ese relieve altísimo, escultórico y precioso que presentan.
¿No os convenzo todavía? Venga, va, pues remontémonos a la Antigüedad. Lo maravilloso de las monedas antiguas es que aún no se había inventado esa atrocidad llamada «listel», es decir, el reborde resaltado de las monedas actuales que permite apilarlas. Las monedas de hoy en día son aburridas y planas, pero si alguna vez tenéis una moneda antigua en la mano (una griega, por ejemplo), lo que más os sorprenderá es ese relieve altísimo, escultórico y precioso que presentan:
Esto es un tetradracma ateniense, la moneda más famosa de la Antigüedad. Si os rebuscáis en los bolsillos, quizás tengáis una moneda griega de un euro y veréis al ave de Atenea devolviéndoos la mirada. Los tetras de Atenas, que recibían el nombre de «mochuelos» (γλαῦκες) por el animal tótem de Atenea del reverso, circularon durante un siglo largo manteniendo sus rasgos arcaizantes. Y, por mucho que se empeñen, os digo una cosa: lo de Atenea es un mochuelo (Athene noctua), no una lechuza (Tyto alba). ¡Hombre ya! Bueno, pues Atenas tuvo la inmensa suerte de encontrar las minas de Laurión, aparentemente inagotables, muy cerca de su polis. Sin esas minas de plata, Atenas sería hoy un poblacho, pero sacaron tantísima plata de Laurión y acuñaron tantísima moneda que pudieron pagar tanto la estatua de oro y marfil de Atenea, esculpida por Fidias, como la construcción de todo el Partenón para albergarla. En serio, acuñaron tantas que en griego empezó a utilizarse la expresión γλαῦκ’ εἰς Ἀθήνας («[llevar] mochuelos a Atenas») como ejemplo de algo inútil e innecesario. ¡Si les salían por las orejas! En inglés dicen to carry coals to Newcastle («llevar carbón a Newcastle», zona minera por excelencia) y en ruso ездить в Тулу со своим самоваром («ir a Tula con tu propio samovar», porque anda que no son bonitos los samovares de Tula), pero la frase griega se mantiene tal cual en varios idiomas:
(IT) portare nottole ad Atene
(CZ) nosit sovy do Athén
(SV) bära ugglor till Aten
(NL) uilen naar Athene dragen
(DE) Eulen nach Athen tragen
Toda moneda que acaba siendo importante tiende a detenerse en el tiempo para no abandonar esos motivos originales que fueron su sello de calidad.
¿Y por qué hablo de que mantuvieron sus «rasgos arcaizantes»? Pues porque toda moneda que acaba siendo importante tiende a detenerse en el tiempo para no abandonar esos motivos originales que fueron su sello de calidad. ¿Cuántos años lleva sin cambiar el billete de dólar? En el caso de Atenas, los tetradracmas mantuvieron los ojos almendrados y el estilo anticuado del retrato de Atenea cuando otras polis de Grecia ya llevaban años acuñando preciosidades como este dracma de la ciudad tesalia de Larisa:
Me explico. Aquí tenéis un tetradracma bien bonito de Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro Magno, con un retrato soberbio de Zeus en el anverso. Como aparte lingüístico, os comento que las leyendas de las monedas griegas iban siempre en genitivo y te decían de quién eran (en este caso, ΦΙΛΙΠΠΟΥ, «de Filipo»).
Para ver la moneda por dentro, agarraban un hacha y zasca, mandoble que te crio. O dicho en jerga numismática, toma «golpe de cizalla».
¿Seguís sin convenceros? Os cuento una última batallita, ya algo más moderna. Veréis, he empezado diciéndoos que las monedas no mienten, ¿verdad? Pues es mentira. Os presento este medio ducado acuñado en 1555 por nuestro Felipe II en la ciudad de Nápoles:
En el mundillo numismático te suelen dar un consejo fantástico: «Cómprate el libro y después la moneda».
Aparte de los ricitos juguetones y la barbita coquetuela de Felipe, ¿notáis algo extraño? ¡Eh, bien visto el boli rojo! Resulta que, en esta moneda, el lechuguino de Felipe se anuncia como rey de Inglaterra (ANG). ¿Y eso? Pues la historia tiene su miga. Y os la cuento gracias a que en el mundillo numismático te suelen dar un consejo fantástico: «Cómprate el libro y después la moneda». ¿No os parece que este consejo vale para cualquier cosa: cómprate el libro y después X? Bueno, pues Felipito quiso casarse en 1553 con María Tudor, que era su tía segunda y, a la sazón, reina de Inglaterra, pero el pobre solo era príncipe de España y duque de Milán. Ni rey ni nada. Ya, muy loser. Papá Carlos I encontró la solución: ¿y si te cedo este reino que se me está cayendo por aquí y al que no hago mucho caso? ¿Quieres ser rey de Nápoles, hijo mío, para poder casarte con tu tía? Dicho y hecho. Se casaron en 1554 y Felipe se convirtió en rey consorte de Inglaterra. Solo quedaba tener descendencia y los reinos se unirían. Llegó 1556 y ¡toma!, Felipe ya era rey de España. Genial. Ahora, la descendencia, venga. Pero llegó 1558 y… se murió María Tudor, a Felipe lo echaron de Inglaterra con cajas destempladas y el trono fue para su cuñada Isabel. ¡Madre mía, you had one job! Treinta años después, Felipito paseaba por El Escorial y pensó: «Un momento, ¿seré panoli? Pero si estuve a punto de unir las dos grandes potencias del momento. Lo intentaré otra vez, pero ahora por la fuerza». Y envió a la Grande y Felicísima Armada.
¿Y a mí qué esta historia?, diréis. Pues imagino que la gran moraleja es que menudo imperio habría salido de ahí. Lo mismo el español sería hoy la lengua franca internacional, no sé, y a nuestro gremio no le faltaría trabajo nunca. O Inglaterra podía haber sido bilingüe como Canadá. ¿Será posible que se echasen a perder tantos lodos por aquellos polvos que no fueron? Pero voy más allá: ¿os imagináis que, al unirse España e Inglaterra, la teoría de la evolución la hubiese descubierto alguien llamado Carlos Darín? ¿O que el descubrimiento de la gravedad hubiese sido obra de un tal Iñaki Gómez? Y lo más loco: ¿que España fuera una potencia en ciencia e investigación? No te lo perdonaré nunca, Felipe. En realidad, la moneda no mentía del todo: fue rey de Inglaterra unos años. Consorte, pero rey al fin al cabo. Mentirosa sería esta otra moneda acuñada por Felipe IV en Milán en 1657, en la que se permitió incluir en el escudo de armas el escusón de Portugal, cuando el país vecino se había independizado de España 17 años antes.
Os aseguro que los siglos se entralazan y las conexiones están ahí. Se puede ver en todo.
Parece ser que no lo admitíamos, en plan Kosovo je Srbija. En fin, los Austrias eran así. Menos mal que luego llegaron los Borbones y… ¡Ups! Mejor no meneallo.
Pues poco más, no quiero aburriros. Mi idea con este artículo era cogeros de la mano y aturdiros a fogonazos numismáticos como a liebres de autovía, porque lo breve gusta y lo mucho cansa. Como mínimo, espero que os haya picado un poquito la curiosidad y haberos transmitido las emociones que se sienten al tener en la mano un disco metálico bonito de 2500 años de antigüedad. O las que despierta un billete emitido anteayer. Os aseguro que los siglos se entrelazan y las conexiones están ahí. Se puede ver en todo. En las monedas bilingües de Menandro, un monarca indogriego descendiente de los tiempos del Magno que fue el primer occidental en convertirse al budismo, 2100 años antes que Richard Gere. En los billetes de diez dólares que lanzaron los nazis sobre los partisanos yugoslavos en 1943 y que, en realidad, llevaban detrás un mensaje en alemán y serbocroata en el que revelaban ser salvoconductos para posibles desertores. En las monedas de los jinetes íberos que después copiaría Franco. En el denario acuñado por Adriano tras su visita a Hispania que inspiraría siglos más tarde a nuestra Segunda República.
Ramón Ruiz López
Ramón Ruiz López (Murcia, 1980) es numísmata de ocio y traductérprete de negocio. La mejor decisión de su vida fue dejar Derecho a falta de cinco asignaturas. Tras acabar Traducción e Interpretación en la Universidad de Alicante con Premio Extraordinario de Licenciatura, aprendió a interpretar y a disfrutar de la vida en las Canarias, en el máster en Interpretación de Conferencias (MIC) de la Universidad de La Laguna. ¡Laguneros del mundo, uníos! Vivió tres años en Lisboa y tres años en Atenas. Trabaja para centrales nucleares, organismos internacionales y organizaciones de la sociedad civil, y lleva un tiempo disputándose el título de Ramón por antonomasia con «ese cordobés interesantón llamado Ramón López Gordillo».